¿Qué sucede? ... aún no lo sé. Escucho voces que me atormentan, que me gritan, que dicen, hasta esto, has lo otro. Hasta en mis sueños están esas voces como que si ellos nunca estuvieran cansados ni dormidos. Hay noches que despierto y me siguen hablando. No puedo contenerlos. Quiero que desaparezcan y no se van, quiero que me dejen de hablar pero me siguen hablando. Ya me siento cansado pero es peor solo me basta cerrar los ojos para que vuelvan a aparecer.
Un día saliendo del banco, conté mi dinero y guarde la cartera en el bolsillo del saco. Levante la cabeza y ahí estaba una de la voces. Era real y me sonreía como si me conociera de siempre. Me asuste. El se dio cuenta y levanto los brazos como queriendo decir que no me haría nada. Lo miré a los ojos y me dijo - Hola! - sonriendo con los brazos levantados - ¿Quien eres? - le respondí - el me hizo un ademán con el brazo y dio media vuelta pidiendo que lo siguiera. Me dio miedo, pero comencé a caminar detrás de él. Me llevó a un parque donde no había mucha gente y me pidió que me sentara en una de las bancas. Me miro nuevamente y me pidió las manos. Movido por una fuerza que no era mía se los extendí y las tomo entre las suyas. Eran frías, muy frías. Miro mis palmas, leyó algo, murmuro algunas palabras y luego sin levantar la mirada me dijo - 7 años de buena suerte, 7 años de mala suerte - Miré yo también mis manos y están se volvieron pálidas, muy pálidas. Alcé la mirada para preguntarle el porque, pero ya no estaba.
Miré nuevamente mis manos y estas habían vuelto a su color. En el parque las luces se fueron encendiendo y la penumbra de la tarde se fue oscureciendo. Por ahí unos niño corrían sobre la grama sonriendo. Miré a mi alrededor y me dí cuenta que ahora estaba en mis 7 años de mala suerte. Necesitaba ayuda, pero no sabía a quien pedírselas. Me sentí muy triste y unas lágrimas invadieron mis ojos y no quise volver a casa, no quise dormir otra vez. Me levanté y caminé en la noche fría, no sabía que hacer.
Suspiré largamente y traté de olvidar todo. Pero en mi cabeza, escuche nuevamente su voz - son tus 7 años de mala suerte - y corrí, corrí hasta que tropecé y pude haberme caído si no fuera por una mujer que me logró coger del brazo. - ¿Le pasó algo? - No vi su rostro en la oscuridad y me solté de ella y seguí corriendo. Una luz salió de un lado y sentí un dolor general.
Me dí cuenta que estaba en el suelo, que la gente me ayudaba. - ¿está usted bien? - me dijo un policía - ¿Creo que si, le respondí? - Todo eran luces a mi alrededor y otras personas se acercaron y me ayudaron a levantarme. El policía me volvió a preguntar si estaba bien y le volví a decir que estaba bien. - ¿Me puede dar sus documentos por favor? - Metí la mano en mi saco y mi cartera ya no estaba. Empecé a reírme y a llorar y el policía me volvió a preguntarme si estaba bien. Yo le respondí riendo y llorando a la vez - Señor policía mi cartera no está ... jajajaja son mis 7 años de mala suerte y caí sentado en la pista, llorando y llorando.
Esas voces, siempre están ahí. Mi padre dice que estoy loco; y creo que tiene razón. El médico me da pastillas y más pastillas pero las voces no se van. Me estoy quedando cada día más solo y creo que esto es parte de mis 7 años de mala suerte. Mis amigos ya no se me acercan como antes, solo tengo como compañero esas voces que nunca duermen, que nunca se cansan.
sábado, 29 de septiembre de 2007
El caminante
Eran apenas 5 kilómetros por recorrer pero la oscuridad de aquella noche hacia lúgubre el camino. Había muchas sombras y nada de luces, solo el lejano sonido de unos grillos que cantaban en medio de unos matorrales a la orilla del río. No había estrellas, solo una bóveda negra sobre nuestras cabezas que estaba siempre ahí en cada paso que íbamos dando con cuidado. El rumor del agua que bajaba por el río era constante y quizás era lo que nos indicaba que el camino era ese. Dos días habíamos caminado desde Parquín, bajando el camino paralelo al río y solo nos habíamos cruzado con un par de campesinos que arreaban una gran manada de chivos. El frío se acentuó a medida que bajábamos los contrafuertes andinos e íbamos entrando en el valle de Huaura. En nuestro camino habíamos encontrado grandes campos de tabaco así como cañaverales donde al parecer crecían solos pues no encontrábamos a nadie. Mis pies me dolían y las de Verónica también. Ella era fuerte pero los zapatos la estaban traicionando.
Entre tumbos seguimos caminando. -¿Qué hora es?- no lo sabíamos, solo pensábamos en llegar al pueblo y encontrar alimento, un buen baño y una cama suave para dormir.
Al doblar una esquina había un árbol enorme. Era un mango. De grueso tronco, parecía un gigante esperándonos. Paramos al lado del tronco y Verónica encendió un fósforo y busco ramas secas que prendió con presteza. Yo atine a buscar mas ramas para atizar el fuego y conseguimos hacer una bonita fogata que nos calentó los huesos. Verónica se sacó los zapatos y se acercó al borde del río. Mojó sus pies y dio un leve grito de alivio. Me dijo - Estoy cansada, ¿cuánto crees que falte para llegar?
-- Creo que estamos a menos de media hora - dije - me parece ya escuchar el sonido de voces y algo de música que viene de la hacienda
-- Sabes una cosa - me dijo-
¿Qué? - respondí-
Creo que estoy esperando --
¿Esperando que? --
Un bebe Alejandro, un bebe y no me vengas a que no es tuyo -
Sonreí y corrí a abrazarla pero todo se oscureció de pronto. No había nadie y todo había desaparecido. Ella, el río, el camino, el mango, la fogata, no había nada. Desapareció el rumor de las aguas del río y el canto de los grillos. Caí de rodillas y mire a todos lados y me puse a llorar tapandome los ojos con las manos y caí al suelo y lloré desconsoladamente hasta que me quede dormido.
Una voz me despertó. Abrí los ojos y vi una figura difusa irradiada por el sol. - Alejandro - me dijo dulcemente - ¿Estas bien? - Ya no sentía frío y me di cuenta que estaba debajo del mango. Vi poco a poco la cara de Verónica y la abracé y me puse a reír. Me había desmayado. No se si por la emoción o por que empecé a preocuparme por no tenerlo a ellos, a Verónica y a mi hijo que llevaba dentro de ella.
Días después, el médico de la hacienda me dijo que pude haber muerto. Me desvanecí por que algo andaba mal en mi cabeza.
Entre tumbos seguimos caminando. -¿Qué hora es?- no lo sabíamos, solo pensábamos en llegar al pueblo y encontrar alimento, un buen baño y una cama suave para dormir.
Al doblar una esquina había un árbol enorme. Era un mango. De grueso tronco, parecía un gigante esperándonos. Paramos al lado del tronco y Verónica encendió un fósforo y busco ramas secas que prendió con presteza. Yo atine a buscar mas ramas para atizar el fuego y conseguimos hacer una bonita fogata que nos calentó los huesos. Verónica se sacó los zapatos y se acercó al borde del río. Mojó sus pies y dio un leve grito de alivio. Me dijo - Estoy cansada, ¿cuánto crees que falte para llegar?
-- Creo que estamos a menos de media hora - dije - me parece ya escuchar el sonido de voces y algo de música que viene de la hacienda
-- Sabes una cosa - me dijo-
¿Qué? - respondí-
Creo que estoy esperando --
¿Esperando que? --
Un bebe Alejandro, un bebe y no me vengas a que no es tuyo -
Sonreí y corrí a abrazarla pero todo se oscureció de pronto. No había nadie y todo había desaparecido. Ella, el río, el camino, el mango, la fogata, no había nada. Desapareció el rumor de las aguas del río y el canto de los grillos. Caí de rodillas y mire a todos lados y me puse a llorar tapandome los ojos con las manos y caí al suelo y lloré desconsoladamente hasta que me quede dormido.
Una voz me despertó. Abrí los ojos y vi una figura difusa irradiada por el sol. - Alejandro - me dijo dulcemente - ¿Estas bien? - Ya no sentía frío y me di cuenta que estaba debajo del mango. Vi poco a poco la cara de Verónica y la abracé y me puse a reír. Me había desmayado. No se si por la emoción o por que empecé a preocuparme por no tenerlo a ellos, a Verónica y a mi hijo que llevaba dentro de ella.
Días después, el médico de la hacienda me dijo que pude haber muerto. Me desvanecí por que algo andaba mal en mi cabeza.
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