Solíamos caminar bajo la fina garúa que caía en los días de invierno desde la parada del ferrocarril hasta el puerto. Eran casi cuatro kilómetros caminando por la calle que daba al malecón. La soledad de la calle siempre se interrumpía por las sirenas de la fábrica de aceites que daban las seis de la tarde y el cambio de turno.
Por esos días trabaja en una fábrica de conservas y Lidia trabajaba en la capitanía del puerto. Eran días fríos, casi tristes, que solo se veían diferentes por nuestra alegría. Aquellas tardes nubladas no podíamos ver el sol ocultarse al atardecer, solo veíamos el cambio de colores en medio de la niebla acompañadas por el sonido de las olas al romper en la playa.
Poco a poco las luces iban iluminando como estrellas la bahía del puerto y nosotros abrazados caminábamos hacia el trabajo. Hablábamos de nuestras vidas, del amor, de los acontecimientos del día y siempre reíamos por alguna anécdota que nos venía a la mente.
Nuestro descanso diario era bajo la cruz del pescador que estaba frente al colegio marista. Ahí te abrazaba y besaba y nuestros rostros se mojaban con la garúa que nos daba frescor por la larga caminata. Contábamos los barcos acoderados en la bahía, y siempre me maravillaba ver esas enormes moles moverse lentamente alejándose del puerto.
Al llegar al puerto te besaba y te decía miles de adioses, con besos volando por todo el aire. Te veía alejarte sonriente y te perdía de vista a medida que caminabas entre la niebla. Yo me dirigía a la fábrica que estaba a unas cuadras de la capitanía. Me reportaba, cambiaba y subía a la torre de vigilancia a ocupar mi puesto. Desde ahí veía toda la bahía hasta el otro puerto que era el de Carquín. Casi diez kilómetros. Pero por la niebla solo veía las luces difusas, lejanas, casi desapareciendo. Hacía mi guardia hasta las 6 de la mañana y luego salía corriendo a buscarte.
Te veía muerta de sueño pero sonriente y subíamos al bus que nos llevaba hasta la ciudad donde mi madre nos esperaba con un delicioso caldo o una rica sopa caliente.
Que recuerdos Lidia. Hoy estoy aquí, siempre vigilante. Mirando la bahía. Ya viejo y algo cansado. Siempre mirando la calle que llega a la capitanía, esperando que algún día aparezcas nuevamente sonriendo, con aquella juventud de tus expresiones.
Hay veces veo parejas realizando el mismo camino de nosotros, parados bajo la cruz del pescador y cierro los ojos para ver tu rostro, para encontrar tu perfume, tus besos. Pero ya no estas. Todo se terminó hace tiempo, ya no estas aquí y no se cual ha sido tu destino. Yo me quedé sólo, llorando varios inviernos, recordándote. Ahora solo el viento susurra en mis oídos tu nombre y en medio de la niebla hay veces que veo dibujarse aquella sonrisa que tantas veces sueño cada vez que cierro los ojos en estos días tristes de invierno.
lunes, 17 de diciembre de 2007
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